Por Eliseo Alberto
El mismo día que Barbie Millicent Roberts y su novio, el fornido Ken, decidieron romper su relación sentimental tras 43 años de caricias plásticas y promesas vanas (un acontecimiento que ocupó titulares en cientos de diarios), las señoras Phyllis Lyon, de 83 años de edad, y Del Martin, de 79, pudieron por fin unir sus largas vidas, luego de haberse pasado dieciocho mil cuatrocientas sesenta noches juntas en la ilegalidad de un hogar proscrito, pero sólo unos cuantos periódicos reflejaron la noticia en sus páginas de “sociales”.
El mismo día que Barbie Millicent Roberts y su novio, el fornido Ken, decidieron romper su relación sentimental tras 43 años de caricias plásticas y promesas vanas (un acontecimiento que ocupó titulares en cientos de diarios), las señoras Phyllis Lyon, de 83 años de edad, y Del Martin, de 79, pudieron por fin unir sus largas vidas, luego de haberse pasado dieciocho mil cuatrocientas sesenta noches juntas en la ilegalidad de un hogar proscrito, pero sólo unos cuantos periódicos reflejaron la noticia en sus páginas de “sociales”. Las dos incansables lesbianas, activistas del humano principio de querer a quien se antoje, llevaban medio siglo tomadas de las manos. Se casaron en una ceremonia íntima, solemne, divertida, que apenas duró sesenta minutos. Una hora más tarde, como llama en la pólvora, otras parejas homosexuales comenzaron a solicitar licencias de matrimonio. El polvorín de la moral estaba a punto de estallar en un hermoso reventón de besos robados.
“Ayer no se podrían haber unido. Hoy sí,” declaró Geoffrey Kors, director ejecutivo de Equality California (Equidad California), un grupo pro-derechos gay. El mismo motivo que explica la ruptura de Barbie y Ken (“sienten que es momento de pasar algún tiempo separados; como cualquier otra pareja, el romance llegó a su final”, dijo Russell Arons, vicepresidente del imperio Mattel), también anima el derecho de las ancianas para hacer exactamente lo contrario, hasta que la muerte las separe. En círculos diplomáticos se rumora que un tal Blaine, surfista australiano, ahora pretende a la rubia más célebre del planeta (cada segundo se venden tres muñecas de la frígida Barbie). Tal vez, Ken salga pronto del clóset y fije residencia en San Francisco donde, desde la unión de las risueñas Phyllis y Del Martin, más de tres mil cuatrocientas parejas del mismo sexo han firmado ya las actas matrimoniales. Dicen que la nueva conquista de Ken, una morena salvaje, es en verdad un macizo travesti de Martinica. Este mundo está al revés.
Ken debe apurarse porque, al saber de los tornados de pasión que también sacudían Nueva York y Massachusetts, el presidente George W. Bush tuvo a bien solicitar, con carácter urgente, una enmienda constitucional que defina el matrimonio en términos tradicionales. “Lo correcto es el matrimonio entre un hombre y una mujer”, dijo: “El trabajo del presidente es conducir una política que apunte a lo que es correcto”. Días antes, su amigo Arnold Schwarzenegger había pedido al fiscal general de California, Bill Lockyer, que anulara las alianzas cuanto antes. “El gobernador Schwarzenegger piensa (¿?) que es un asunto de preocupación nacional”, aseguró Lockyer. El horno no estaba para pastelitos. Noviembre será mes de elecciones.
En el Distrito Federal tampoco cantan mal las rancheras. Ver para creer. La inminente aprobación de una Ley de Sociedad de Convivencia que reconocería derechos y obligaciones para proteger los vínculos de una pareja, sin distinción de sexo, y que daría seguridad jurídica a quienes decidan vivir bajo ese régimen, hizo temblar a Andrés Manuel López Obrador. Meses antes, cuando le convino, el propio jefe de Gobierno la había apoyado de dientes para afuera; sin embargo, a finales de 2003 cambió de parecer y propuso someter la iniciativa a una consulta popular, hábil recurso al que otras veces apeló para salvarse por la tangente de la demagogia. No es fácil tomar a cuenta y riesgo decisiones políticamente incómodas: sólo los grandes se atreven. La solución resulta un astuto contrasentido por una razón que cae por su peso: la mayoría no debe decidir los derechos de una minoría, pues justamente las minorías son minorías gracias a la estrecha apreciación de la mayoría, valga la catarata de redundancias. La mayoría se equivoca con sospechosa frecuencia, sobre todo si debe pronunciarse sobre temas que los prejuicios han dañado con el virus de la intolerancia.
La Iglesia también debería abstenerse de hacer campañas de purificación moral. El Vaticano considera justo que se dé la “relevancia jurídica” que corresponda a las relaciones personales “que cada uno establece libremente”, pero asegura que las uniones entre homosexuales no pueden “ser consideradas células fundamentales de la sociedad: la pretensión de equiparar las uniones homosexuales y el matrimonio es manifiestamente infundada”. Entre los que apoyan el veto, quizás estén algunos curas pedófilos que se esconden como ratas en húmedas parroquias del México profundo o varios de los cuatro mil cuatrocientos cincuenta sacerdotes de Estados Unidos que fueron acusados por abusar sexualmente de más de once mil niños varones, entre 1950 y 2002, según un estudio encargado por la Conferencia Episcopal de EU. Recuerdo un viejo proverbio: “En casa del herrero, cuchillo de palo”.