Por Javier Sáez / tomado de: [email protected]

La consideración de la homofobia como «enfermedad» supone, paradójicamente, una especie de eximente o atenuante a la hora de juzgar el asesinato de un gay, y lo que es peor, el término «irracional» impide abundar en el análisis de las verdaderas causas de la homofobia, que son mucho más complejas que el simple recurso a la enfermedad o a algo tan vago como «lo irracional».

En ocasiones escuchamos en medios de comunicación o en manuales pedagógicos contra la homofobia el argumento de que ésta es una enfermedad que consiste en «padecer un miedo irracional a los homosexuales». Este enfoque encierra una trampa muy peligrosa, que se ha puesto de manifiesto en algunos juicios en Estados Unidos contra personas que habían asesinado a homosexuales (los llamados «crímenes por odio», caso Mattew Shepard y otros). La consideración de la homofobia como «enfermedad» supone, paradójicamente, una especie de eximente o atenuante a la hora de juzgar el asesinato de un gay, y lo que es peor, el término «irracional» impide abundar en el análisis de las verdaderas causas de la homofobia, que son mucho más complejas que el simple recurso a la enfermedad o a algo tan vago como «lo irracional».

Esta definición ha conducido a una situación inaudita en la historia del derecho penal: que la causa o motivación de un crimen se convierte en un argumento a favor del homicida. Nos encontramos así con que algunos jueces de EEUU han absuelto al acusado argumentando que tiene una enfermedad según la cual no tiene más remedio que asesinar a un gay en cuanto lo ve, como un «estado de necesidad», o como diríamos aquí, «le dio un repente». Según esta lógica, si inventáramos una enfermedad que se llama antisemitismo, los pobres nazis deberían ser exculpados de todos sus crímenes, porque se movían por necesidad, atacados por la enfermedad, que pasa así a ser depositaria de toda la responsabilidad sobre el exterminio. El discurso médico, y especialmente el médico-psiquiátrico, juega por tanto un papel fundamental en la legitimación del racismo (y no es la primera vez en su historia) o de la agresión. Por eso es importante llamar la atención a los colectivos que desarrollan campañas anti-homofobia sobre el peligro del argumento de la enfermedad.

La homofobia no es una enfermedad, es una actitud de odio al otro de la cual se es responsable, una actitud que se puede cambiar, como tantas otras. No tiene nada que ver con extraños procesos inconscientes (homosexualidad reprimida, trauma infantil, arrebato inevitable), sino que es una decisión deliberada y consciente, un posicionamiento social e ideológico avalado por discursos colectivos (los chistes de maricas, el machismo, la educación, la ciencia, la impunidad, el régimen social de heterosexualidad obligatoria). Es importante por ello desmantelar ese discurso, de manera que incluso desde el punto de vista legal o jurídico nadie pueda utilizarlo como coartada de lo que es simplemente un acto de brutalidad planificado y alevoso.

Otra consecuencia irónica de esta idea es que devuelve al agredido la responsabilidad de la agresión. Es decir, ser gay implicaría una esencia, una cualidad intrínseca que produce miedo en el otro. Ya no se analiza al asesino, sino que la mirada recae sobre el asesinado. ¿Qué habrá hecho, cómo es para que dé miedo? Estos jueces y médicos no se plantean por qué tiene miedo el acusado, simplemente asumen que tiene miedo, pero al asumirlo se reconoce que algo hay ahí que «da miedo», una razón de ser. Esto nos remite una vez más a las tradiciones criminalizadoras y patologizantes que han configurado el concepto de homosexualidad en los últimos dos siglos. Es una tradición que pervive en nuestra cultura (y en muchas otras: la aldea global tiene esas cosas, que expande la mierda globalmente): el homosexual como enfermo, desviado, anormal, peligroso, y por tanto, temible. Restos de este proceso secular de estigmatización es escribir la palabra gay entre comillas, como hace la prensa, o negarse a reconocer la palabra homofobia, como hace la Real Academia. El asesino tiene miedo, claro, porque sabe que «eso» es algo raro, por algo lo escriben con comillas, el gay es una excepción gramatical y social, un mutante, un bicho. La gramática es una forma de ortopedia y un distribuidor de espacios: por supuesto, estamos fuera.

Asistimos a un juego de espejos enfrentados: primero el que era un enfermo era el homosexual (hasta los años 80 estaba en la lista de las enfermedades oficiales), ahora el que es un enfermo es el homófobo. Pero al primero se le encerró y torturó por ello, y al segundo se le absuelve. O sea, que la enfermedad es un comodín sin sentido, que reproduce los valores de una cultura. Hay enfermos malos (los gays, los locos) y buenos (los pobres homófobos). Se desvela entonces la verdadera naturaleza de la justicia, es decir, ser una función que traduce los valores de un poder, es más, ser un elemento que produce valores y poder. Este poder nos dice entonces: mi odio es bueno, el tuyo no.

Esto nos sitúa en otra situación paradójica: ¿debemos apelar a las instituciones, a la justicia, a la ley, para defendernos de la homofobia? ¿Qué posición tomar respecto al discurso médico? ¿En qué medida podemos confiar en un Estado, en cualquier Estado? Esta red de poderes no nos liberará de las agresiones directas.

Así las cosas, me planteo mi posición como marica agredido en otros términos. No quiero ya leyes, ni Estado. Me rebelo radicalmente. Debo configurar un poder nuevo y autónomo. Ya no puedo ni debo apelar a la razón. La razón juega siempre a favor de la dominación.