Por Rodrigo Fluxá / El Mercurio / Sábado 4 de febrero de 2017
No había registros de ejecuciones por orientación sexual cometidas por agentes del Estado durante la dictadura. Pero un marino retirado, interrogado por otro caso, se confundió y relató una inverosímil historia ocurrida en Arica en 1975. Así, configuró el puzle de un crimen confeso, con autores identificados, con un cuerpo, pero sin una identidad.
Bernabé Vega llevaba 35 años esperando que llegara su momento; cada vez que alguien tocaba el timbre de su casa a las afueras de Concepción existía la posibilidad, pequeña, pero real, de que lo vinieran a buscar.
Pero no venían. Para marzo de 2010 tenía 73 años. Era un marino en retiro, devenido en anciano de los testigos de Jehová, con una salud delicada, que incluía cuatro bye pass, una discopatía lumbar y cáncer a la próstata. Era justo decir que llegaba al final de su vida, cuando el teléfono sonó: dos policías de la PDI de Arica necesitaban verlo. Le preguntaron si podía trasladarse al norte. Él respondió que no tenía los recursos. Los policías le dijeron que lo irían a buscar. Eso le dio tiempo, al menos unos días, para advertirle a su familia lo que vendría, lo que sabrían de él, lo que no se había atrevido a contarles.
Enrique Guzmán y Rosa Otárola, los policías, estaban dedicados a tiempo completo a casos de violaciones de derechos humanos y los meses recientes habían trabajado en la desaparición de Grober Venegas, quien los últimos días de 1975, cuando tenía 43 años fue sacado de un cuartel de la PDI por un grupo de inteligencia del Ejército, donde estaba acusado de supuesto tráfico de drogas. Tras eso, no se lo volvió a ver. Guzmán y Otárola habían logrado un avance sustancioso en esa causa: un militar había confesado la ejecución, solo faltaba encontrar el cuerpo que, se suponía, estaba enterrado en algún lugar del valle de Azapa.
El 25 de marzo de 2010 los policías pasaron a buscar a Bernabé Vega.
-Parecía que quería sacarse un peso de encima -dice el detective Guzmán, sentado en un edificio patrimonial de Antofagasta, mientras ordena mentalmente cómo sucedieron las cosas esa tarde y se da cuenta de cómo unas pocas palabras lo tuvieron ocupado casi cinco años.
Los policías hablaron como suelen hablar los policías de la Brigada de Derechos Humanos: preguntando generalidades, escondiendo sus cartas, soltando algún dato relevante de vez en cuando, escondido en formalidades.
-Era rutina. No nos interesaba él, era para chequear una información -dice la detective Otárola en un salón de la brigada, ubicada en Providencia. El caso fue una especie de iniciación para ella: llevaba menos de un año trabajando.
Le preguntaron sobre los integrantes del equipo de inteligencia en 1974. Vega los enumeró. Le preguntaron si había sido parte de una ejecución. Vega relató cómo sacaron a un detenido del cuartel, lo llevaron a la cuesta de Acha, encontraron un pique y lo arrojaron. Los policías tenían la confirmación. Insistieron si esa fue la única ejecución en que participó. Vega asintió. Nunca había sido interrogado por causa alguna. «La única fue la del homosexual».
Los policías se miraron: Grober Venegas fue asesinado en Azapa, no en Acha. Y no era homosexual. A Bernabé Vega le llegó su momento.
Los CIRE eran las células básicas del entramado de inteligencia de la dictadura en regiones. Operaban discretamente, sin el aparataje formal de la DINA. Se formaban los equipos con miembros de distintas instituciones, rescatando lo que había a mano en cada ciudad tras el golpe del Estado. A la PDI le tomó casi un año dar con la planilla total del CIRE de Arica, una decena de nombres que tenía gente del Ejército, Carabineros y dos de la Armada: Héctor Morales y Bernabé Vega, quien, al menos en el papel, era el segundo a cargo, por su trayectoria: había entrado a la Escuela de Grumetes en 1954, sido tripulante del crucero O’Higgins, del Huáscar, la Esmeralda, completó cursos de capacitación y mando, antes de ser destinado a Arica en 1971, donde fue el encargado del resguardo de la frontera y de la franja marítima. Vivía allá con su mujer y una hija. Pocos meses después del 11 de septiembre, le avisaron que sus funciones cambiarían. De su declaración al juzgado del crimen de Arica. «El gobernador marítimo me dijo que yo y otro marino íbamos a tener que trabajar de civil. Yo no tenía cursos de inteligencia, pero sí buenas calificaciones. No quería el cambio, pero no podía negarme».
El CIRE se instaló en una casa en la vereda norte de la actual avenida Diego de Almagro, casi al llegar a la rotonda Azapa. Había una avícola al frente. A cargo quedó el capitán Ricardo Padilla. En la primera reunión formal, se hicieron una idea del trabajo que harían. De la declaración de Morales, el otro marino: «Vino un superior de Santiago y nos dijo: yo soy el mayor Araya. A mí me dicen el Jote porque tiraba vivos a los curas al Mapocho. Esto es un servicio de inteligencia y el hueón que se quiera retirar de esto o no cumpla las órdenes, lo mando cortao altiro».
Arica no era una ciudad especialmente activa entre las organizaciones contrarias al régimen. Las tareas inicialmente se centraron en hacer contraespionaje a posibles espías peruanos y bolivianos. También resguardaban el segundo perímetro de seguridad en las visitas de Augusto Pinochet a la región. Otras veces simplemente salían a escuchar conversaciones de la gente en la calle. Todos los miembros del CIRE usaban chapas, para proteger sus identidades. Bernabé Vega propuso hacerse cargo de todo el papeleo y así, según él, evitarse las salidas a terreno con miembros del Ejército, que solían terminar con detenidos en la casa de Diego de Almagro. «Con el paso del tiempo, y por comentarios realizados por los otros funcionarios, a algunas personas detenidas se les llevaba a lugares alejados y se las ejecutaba», declaró Vega.
Por ser un grupo pequeño y de gente que no se conocía previamente, el ambiente solía tensarse. A fines de 1974 organizaron un asado para recibir a una autoridad que venía desde la cúpula de inteligencia de Santiago. La celebración duró hasta muy tarde, con la mayoría muy tomados. Un sargento, de apellido Henríquez, estaba especialmente ebrio y comenzó a hacer un discurso al menos inusual, dada la audiencia. De la declaración del marino Morales: «Dijo que los militares estaban mejor con Allende que ahora. Esto lo escuchó el superior de Santiago, que también había tomado. Nos llamó y nos ordenó que lo hiciéramos desaparecer. Como Henríquez tenía que viajar a Santiago al día siguiente, yo me embarcaría en su lugar, con el carné de él».
Los dos miembros de la Armada quedaron helados; la orden era de ejecución inmediata, apenas terminado el asado. Ambos dilataron la misión, esperando que reinara el sentido común, pasada la fiesta. Bernabé Vega intercedió frente al mayor la mañana siguiente, quien lo recibió serio y dio una explicación sobre la orden de la noche anterior: estaba curado. Los marinos lo entendieron: el CIRE operaba tan debajo de los radares, que no había reglas. De la declaración de Morales: «De ahí en adelante decidimos ir informando siempre entre nosotros, los no militares, dónde estábamos. Al menos para que si nos mataban, supieran dónde estaban nuestros cuerpos».
Casi 40 horas y 2.600 kilómetros, estuvieron los dos policías con Bernabé Vega en la ruta entre Concepción y Arica. Hablaron superficialidades, cortesías para hacer más llevadero el trayecto, pero les seguía dando vuelta la frase: la muerte de un homosexual. Hasta donde sabían no había ningún antecedente de un crimen por orientación sexual cometido por agentes del Estado en Chile y de haberlo, asumían, habría sido ya conocido, un tema nacional. Pero, ¿por qué alguien que jamás había sido mencionado ni interrogado por algún caso de derechos humanos se adjudicaría un hecho así de grave si no fuera verdad?
-Pensamos que, por ser un hombre de edad, estuviese confundiendo historias, un desvarío, pero su relato era rico en detalles. Fuimos cuidadosos en no demostrar que no sabíamos de qué estaba hablando -dice Guzmán.
El 26 de marzo, Bernabé Vega se sentó frente a la jueza María Verónica Quiroz.
«Un día durante 1975 Padilla me dijo que el destacamento que estaba en el Morro de Arica estaba teniendo problemas con un homosexual civil que estaba pervirtiendo a los soldados conscriptos, siendo sorprendido en un acto de esa naturaleza con un conscripto en los faldeos del Morro. Debe haber estado unos tres días detenido en el cuartel CIRE, tiempo en el que se le pidió que escribiera una carta a su familia, reconociendo su condición de homosexual y anunciándoles que se iría al Perú, ya que estaba siendo amenazado por agentes del gobierno militar. Entiendo que la carta se le hizo llegar a su familia posteriormente. Mientras este tipo estaba recluido en el cuartel, el capitán Padilla me llamó para indicarme que debía ir con Morales a horas de la noche y ejecutar al homosexual, ya que era un peligro para los soldados y no merecía vivir. A eso de las 23.30 fuimos en un vehículo color gris, que contaba con tres corridas de asientos. Iban: Padilla, Morales, Mercado, Castro, Catalán, Cisternas, el detenido y yo. Cuando salimos del CIRE nos dirigimos a la salida sur de Arica, debimos habernos demorado unos 15 minutos. Dejamos el vehículo a un costado de la carretera, subimos el cerro a pie hacia el oriente, encontrando un soldado de guardia. El capitán Padilla le dijo que no se preocupara si escuchaba disparos, que realizarían una práctica de tiros. Tras avanzar unos 60 metros, nos encontramos con dos grandes orificios en la tierra, de unos 15 a 20 metros de profundidad. Alguien tiró una piedra, la que demoró en llegar al final. Al detenido tras eso le dijeron: hasta aquí nomás llegaste. En ese momento este hombre quedó frente a los dos hoyos, Morales y yo detrás de él y a unos dos metros el resto. Mis acompañantes hicieron un semicírculo, se le colocó una venda de esponja en la cabeza. Padilla nos dijo que viéramos la forma en qué lo íbamos a hacer. Contamos hasta tres y disparamos al unísono, dos veces, cayendo el tipo en la arena. Usamos una Smith and Wesson 38 corto, la que era de cargo de la Armada. Disparamos a 50 centímetros de la cabeza. Morales era más alto que yo, que tuve que levantar el brazo. No podría precisarlo, pero los que acompañaban el grupo deben haber empujado el cuerpo dentro de la orilla de los hoyos. Una vez terminado esto, nos retiramos del lugar. Durante el camino de vuelta al CIRE, los funcionarios que iban conmigo me decían que estaba bien hecho, como alentándome y reconociendo que ya era parte del grupo».
Luego de eso, a Bernabé Vega le pusieron al frente una foto de Grober Venegas. La miró y dijo que no, que no era el hombre que había matado.
Pese a lo explícito del relato, los investigadores seguían incrédulos. Esa misma tarde volvieron a subir al auto rumbo a la cuesta de Acha. Bernabé Vega, desde el asiento de atrás, los iba guiando. Los paró en una pequeña berma, en el kilómetro 2058 de la ruta 5 Norte. Se demoraron media hora en subir unos pocos metros, desde el camino, hacia el desierto: el anciano se movía muy lentamente. Ya arriba de una pequeña colina, apuntó al descampado. Uno de esos, dijo. Al frente había una veintena de piques mineros, algunos semitapados. Era la primera vaguedad de su relato. A los presentes les pareció que hasta ahí llegaba el caso: varios hoyos parecían desplomados y no había en la región capacidad para registrarlos con rapidez. Pero la denuncia obligaba la búsqueda.
Bernabé Vega volvió al sur. Un equipo de la Defensa Civil, en base a la buena voluntad, se ofreció para revisarlos.
El 11 de mayo, un mes y medio más tarde, el caso se enfrió: no había ninguna denuncia que concordara mínimamente con el relato. Parecía una pérdida de tiempo.
El 24 el equipo de la Defensa Civil cumplía su último día de rastreo. A las 16.30 les restaban dos piques por revisar. Un especialista, colgando veinte metros, estaba enviado imágenes a los policías, cuando dio la alerta por una radio: hay un jeans, hay una camisa blanca. Segundos después avisan: un esqueleto. Y tenía una venda de esponja.
Héctor Morales tenía 27 años en 1974 cuando fue reclutado por el CIRE. Había terminado la media en un colegio nocturno, mientras estaba en la Escuela de Grumetes. Estuvo viviendo un año en un buque de guerra, donde fue galardonado como el mejor a bordo de su generación. Fue enviado a Estados Unidos a perfeccionarse como personal de cubierta. Regresó a trabajar a Chañaral y luego a Arica.
Morales tenía 10 años de diferencia con Bernabé Vega. Nunca fueron especialmente amigos. Pese a la traumática experiencia en Arica, no supieron nada el uno del otro por casi tres años, cuando Vega, trasladado a Talcahuano, se encontró con un cabo, conocido de ambos. «Me dijo que Morales le había contado lo que pasó y que no podía dormir en las noches por las pesadillas, que debía verlo un especialista», declaró Vega.
Para Morales fue un problema grande la confesión de Vega. Su vida en Doñihue, Región de O’Higgins, tenía poco que ver con el episodio del desierto: participaba del programa Chile País de Poetas, era presidente de la junta de vecinos y organizaba encuentros de folclore y clases de guitarra.
El 31 de mayo declaró. Dio al menos dos versiones distintas, en una de ellas negando cualquier participación directa. Esta fue la más explícita. «Yo iba de conductor. Me ordenaron primero ir a dar una vuelta al norte, para hacer hora y que oscureciese. Ellos conocían unos hoyos profundos. Me detuve en un lugar perfecto para estacionar. Paré el motor, ellos se bajaron rápido. Me puse a orinar, no quería ver. Escuché varios proyectiles. Di vuelta el jeep. Esperé. Como no los vi venir, me bajé. Me dijeron que fuera donde ellos. Me dijeron: yapo, maricón, dispara. Dije: cómo si ya estaba muerto. Me dijeron que lo hiciera igual, que si caga uno, cagan todos. Sentí susto por lo que había pasado en el asado y, le disparé al cadáver. Ignoro si le dio al muerto. Nunca más se habló de eso».
A medio andar, el juez Rodrigo Olavarría tomó el caso. Puso frente a frente a todos los miembros del CIRE, en careos con Bernabé Vega. La mayoría desconoció el asunto. Otros confundían el caso con otros asesinatos. El careo de Vega con Morales fue incómodo.
Morales: Nunca ejecuté a nadie con Vega, de repente se trata de otra persona.
Vega: Los dos les disparamos.
Morales: Me mantengo en mis dichos.
El capitán Padilla, el jefe del CIRE, despejó cualquier duda en su declaración. Reconoció el hecho: dijo que dio la orden, que los marinos la ejecutaron. Fue especialmente duro en su relato. «El hombre fue desnudado y atendida su condición de homosexual decía que lo íbamos a violar, lo que no era nuestra intención, por supuesto. Por lo mismo, el hombre, se mantuvo tranquilo».
Padilla murió poco tiempo después de eso, pero su declaración terminó de configurar el homicidio. Quedaba un crimen clásico, pero al revés: había cuerpo, había autor confeso, pero: ¿quién era el que había muerto?
Un cráneo en algún momento tuvo carne, tejidos y piel. Los puntos craneométricos se fijan en 21 lugares, 21 puntos en los huesos donde debía ir una cara: desde la frente a la pera, de los pómulos a las orejas. Una fórmula matemática completa la información: si es una persona de contextura gruesa, normal o delgada. Después se proyecta la ubicación de la pupila, del globo ocular. El ángulo de los ojos del cráneo indicaba, en este caso, que eran ojos pequeños, con un párpado definido, quizá un poco pesado. La espina nasal y el tabique mostraban una nariz corta, algo ancha, con una prominencia, sin ser ganchuda. De costado definitivamente era un rasgo diferenciador. Eso guía los labios: no pueden ser prominentes ni gruesos. Y así se va rellenando.
Muchos años después de Arica y del disparo, Bernabé Vega estaba escuchando por la radio un partido de Palestino frente a Coquimbo Unido y cuando el relator mencionó al arquero de uno de los equipos el recuerdo lo golpeó. «Tejos o Trejos, ese era el nombre del homosexual», les dijo a los policías.
No era mucho, pero era algo, un punto de partida, porque de los días que estuvo detenido en el CIRE no quedó ningún registro: ni acta de la persona que supuestamente lo fue a visitar, ni la dirección de la carta que en teoría escribió el detenido para ir a dejarle a su familia.
Primero se buscó el apellido en la lista oficial de presuntas desgracias de Arica, 145 entre 1974 y 1984: ningún Trejos, Trejo, Tejo o Tejos. La guía de teléfonos tampoco ayudó. Revisaron las actas de ingresos a cárceles, del Registro Civil, se levantó el listado del Ministerio de Educación con alumnos que tuvieran ese apellido y que hubiesen pasado por algún liceo en la década de los 50 y 60 en la ciudad. Llegaron a tres nombres: uno muerto en 1997, otro en 2008 y uno vivo. Evidentemente, no era ninguna de ellos.
-Llamamos varias veces a Bernabé -dice el detective Guzmán-. Para preguntarle si estaba seguro del apellido, si no se pudiera haber confundido. Él insistía: Tejos o Trejos. Agotamos también las pistas que daba el cadáver.
La autopsia indicó un disparo calibre 38 en la cabeza como la causa de muerte. El ángulo de entrada de la bala era concordante con el relato de Bernabé Vega. Al cadáver le faltaba el incisivo izquierdo delantero, por caída post mórtem. La prueba de carbono 14 precisó la fecha de muerte: 1975. Había varios recortes de diario en el pique minero: algunos de fechas concordantes, otros de data anterior. Uno era un aviso que decía. «Cásese si puede».
El equipo antropológico del Servicio Médico Legal intentó unir más cabos en su informe. «Sujeto de sexo masculino, entre 30 y 45 años, ancestría mestiza, estatura entre 1,63 y 1,69. Ausencia coronaria del incisivo central, muy probable que pudo haber sido observada cuando el individuo sonreía. Además, se registra una pieza dental incluida en la mandíbula y el segmento torácico extendido producto de la presencia de una vértebra y una costilla supernumeraria, factibles de haber sido registradas mediante radiografías. Se registraron diversos marcadores de estrés ocupacional relacionados con movimientos repetitivos y actividades de alto requerimiento físico y fracturas por sobrecarga en muslo y pie. Posturas forzadas».
O sea, probablemente haya sido un obrero. El diente supernumerario sí abría una pista más alentadora: menos del uno por ciento de la población los tiene. Sirvió además para descartar que fuera uno de los seis casos de detenidos desaparecidos vigentes en Arica, cuyos familiares seguían expectantes las primeras diligencias del cuerpo encontrado.
Pese a que nadie recordaba un acento, se evaluó que pudiera tratarse de un ciudadano peruano; eso explicaría que nadie hiciera la denuncia, pero desde Tacna la policía dijo que no tenían casos pendientes que dataran de esa época o que coincidieran con los apellidos. La falta de denuncia también podría explicarse por la condición sexual del fallecido: en el Chile de los 70 la orientación sexual era motivo de vergüenza.
-Eso, o que viniera de otra parte del país -dice la detective Otárola-. Mucha gente se iba a Arica a empezar una vida nueva, lejos. Y quizá por eso nadie lo echó de menos.
Los dos policías y el juez, entonces, comenzaron a trabajar en el único dato del que estaban completamente seguros: que había sido asesinado por ser homosexual. Y se abocaron a una tarea inédita: reconstruir, cuarenta años después, la vida nocturna ariqueña, post golpe de Estado. Identificaron discoteques y prostíbulos, y comenzaron a hacer preguntas. «Era complejo», dice el detective Guzmán. «Si hubiera sido asesinado por motivos políticos, habría alguna madeja que seguir. Y la homosexualidad se vivía muy discretamente en ese tiempo. Hablamos con peluqueras, fuimos a lo que era el barrio rojo: quienes eran bailarinas en ese tiempo, ahora eran las dueñas de locales, o señoras de edad, que ya había dejado esa vida atrás. Otros no nos querían recibir y les hacíamos llegar la consulta por medio de terceros, para que no vaya a ser que justo quien podía ayudarnos fuera alguien que no nos hubiese hablado. Les decíamos si alguien había desaparecido repentinamente de la escena esos años, de un día para otro. Y eso, asumiendo que pertenecía a ese mundo: bien podía haber sido un hombre de familia, que llevara una segunda vida. No encontramos nada. Pero siempre que parecía que estábamos perdiendo el tiempo, teníamos un pequeño avance que nos mantenía la fe».
El primer año, mientras agotaban las diligencias en la identificación del cadáver, los investigadores dejaron a un lado la otra mitad de la historia. En una reunión, luego de haber llegado a otra calle sin salida, se dieron cuenta: ¿qué pasó con el conscripto que estaba teniendo sexo con el fallecido en el polvorín en el Morro? El papeleo comenzó de nuevo: pidieron al Ejército la lista total de soldados que cumplieron el servicio militar en el regimiento en Arica y los fueron llamando para saber si recordaban el episodio. Muy pocos querían hablar. Otros se acordaban vagamente el hecho, pero no el nombre del soldado.
El 25 de febrero de 2012 le tomaron declaración a René Silva Calderón, exconscripto y quien, coincidentemente, había participado como miembro de la Defensa Civil en la revisión de los piques en Acha. «Era común que en las noches nos correspondiera ir a distintos lugares a hacer detenciones a homosexuales, los que eran llevados al regimiento donde permanecían y eran interrogados. […] En ese contexto, una vez, en 1974 escuché un comentario dentro del regimiento, que en el polvorín que estaba en los faldeos del Morro, más conocido como la Bóveda, habían sorprendido a un soldado con un homosexual, enterándome de que era de apellido Ponce. Él era conocido como homosexual en el regimiento, fue dado de baja con timbre rojo».
Había varios Ponce en la lista de conscriptos. Los policías fueron a visitarlos a sus casas y, en el caso que estuviesen fallecidos, tenían que hacerle la incómoda pregunta a sus familiares, la mayoría gente de edad: ¿tuvo su hijo o hermano algún incidente de tipo homosexual durante su servicio?
Así llegaron a la casa de los Ponce Peña, familia que tenía tres hijos en la lista del servicio militar, todos ya bordeando los 60 años. Y preguntaron otra vez. «La mamá de ellos, una señora de edad, se molestó mucho, nos pidió que nos fuéramos», dice el detective Guzmán. «Le explicamos lo importante que sería hablar con sus hijos. Me dio la impresión de que algo sabía».
Dos días después, al detective Guzmán le sonó el teléfono. Era la señora. Quería hablar con ellos.
El perito Pablo Garrido tomó los cálculos matemáticos, esos puntos craneométricos y comenzó a proyectarlos con arcilla, blanca primero, luego con colores, sobre una especie de tarima. Le hizo una partidura a la derecha de la cabeza, con el pelo café, ni largo ni corto. Le pusieron una corbata ancha, camisa a cuadros, una chaqueta. Parece una especie de empleado público.
-Nos estábamos quedando ya sin salidas -dice la detective Otárola.
La reconstrucción facial lleva 10 años activa en Chile. Hay cuatro personas que saben hacerla. Según los textos, tiene 70 por ciento de eficacia, aunque hay vacíos difíciles de pasar por alto: como el color de los ojos o de la piel. Bernabé Vega vio la foto de la escultura del perito y le dio el visto bueno. «Solo que se ve un poco más delgado».
-Así que lo hicimos. Pedimos un permiso especial al tribunal y tratamos algo que no se había hecho antes.
En mayo de 2012, el Primer Juzgado del Crimen de Arica compró avisos tres días distintos, incluido un domingo, en La Tercera y de La Estrella de Arica, con la esperanza de que alguien lo reconociera. La foto del cráneo reconstruido del cadáver de Acha estaba impresa y la acompañaba un pequeño texto:
Se solicita a las personas que hayan conocido o ubiquen a quien aparece en la presente imagen, persona presuntamente desaparecida a partir del año 1973, comunicarse al fono 6488389 o al correo [email protected], a objeto de aportar antecedentes para su ubicación.
La casa de los Ponce Peña da a la calle principal que conecta el centro de Arica con el cerro La Cruz. Su puerta es de madera, sin cerrojo útil, que da a un patio polvoriento, sin una pizca de verde, como la mayoría de los patios del sector, que a su vez conduce a una casa muy oscura, de un piso. El timbre de los Ponce Peña no existe, o sea, hay que gritar para que, la mayoría de las veces, salga Jaime Ponce a abrir, quien está a cargo de su tío Félix Ponce, con dificultades motoras tras un accidente, y su abuela Lupercia Peña, quien se mueve muy poco, escucha casi nada, pero no por algo especial, solo porque está a punto de cumplir 90 años. Sentada en el living de su casa, un mediodía de diciembre, se pone a hablar de Jesús, su tercer hijo, que no se ve por la casa ahora, mientras enciende un auricular que la ayuda a oír. Su nieto la va guiando en el relato.
-¿El Jesús? -pregunta ella-. Hizo el servicio para el golpe.
Félix, su otro hijo, ingresa desde el patio, haciendo muecas:
-Rarito, el Jesús era rarito.
Lupercia Peña sí oyó eso.
-De chiquitito que fue distinto. Hablaban cosas de él. Yo lo atrincaba y le decía: tú eres hombrecito, tienes tulín. Yo lloraba, no quería que fuera eso. Y él me calmaba, me decía que esas cosas que decía eran calumnias.
Y luego cuenta lo mismo que les manifestó a los policías cuando les dijo que necesitaba verlos de nuevo:
-Una tarde como a las ocho, cuando él estaba haciendo el servicio en el regimiento, yo estaba tomando té y veo que un camión de militares se estaciona afuera. Los militares entraron sin golpear; traían a Jesús y lo tiraron al piso. Me dijeron: acá le venimos a dejar a este maricón, que no sirve para el servicio. Yo me enojé. Le dije: ¿usted es militar y tan roto? ¡Usted está hablando con una madre!
Su nieto la interrumpe:
-Abuela, ¿y qué le dijo el Jesús ahí? ¿Se acuerda? Es importante.
-Ya -responde ella-. Le fui a preguntar: mijo, ¿qué fue lo que te pasó? Nada mami, me respondió. ¿Qué po?, le grité. Y me dijo: es que entendieron mal algo. Estaba haciendo actuaciones, un juego, haciendo de mujer. Y malentendieron. Me enojé harto con él, le dije: que tenís que andar haciendo cosas raras.
Después de eso, Jesús Teovaldo Ponce Peña agarró sus cosas y su familia no lo volvió a ver en 40 años. Una vez les escribió una carta, contándoles que había estado preso y que vivió un tiempo en el Hogar de Cristo.
Pero Jesús Ponce no aparece en ningún registro oficial del Hogar de Cristo. Sí estuvo detenido varias veces, la mayoría por sodomía, figura legal que se utilizó buena parte del siglo pasado para perseguir a los homosexuales en Chile. Por sus antecedentes se puede deducir que estuvo en Talca, en Iquique, que volvió a Arica en 1978 y que se instaló en Santiago a principios de los 90. Su última causa es de 1991, cuando fue acusado por una madre de tener relaciones sexuales con su hijo de 16. En ese expediente él resume su vida: es soltero, sus amigos le dicen Marcela, es maestro de cocina, trabajó en el Mercado Central y desde los 8 años que sabe que es gay. No menciona la razón por la que dejó Arica.
-Hasta que un día llegó un caballero a tocarnos la puerta -dice su madre, en el living oscuro, mientras se arregla una polera, que tiene el cuello vencido-. Y decía que era él. Le pedimos el carné, antes de hacerlo pasar.
Era efectivamente Jesús Ponce, que se instaló, todos esos años después, a vivir nuevamente con su mamá. Le construyeron una pieza, le regalaron una tele. Pero casi no contaba qué cosas había hecho en su vida. Era muy reservado.
-No le gustaba quedarse en la casa. Se perdía. Un día no llegó más.
Los policías, cuando escucharon esta parte, en este mismo living, se tomaron la cabeza. Jesús Peña no está en la casa porque murió de neumonía, afuera del hospital de Arica, el 15 de octubre de 2007, el día en que cumplía 57 años. La confesión de Bernabé Vega llegó tres años tarde.
Lupercia Peña está cansada. Su nieto la consuela e interpreta lo que todos en esa casa del Cerro La Cruz piensan sobre el tema cuando dice:
-Si tenía alguna respuesta sobre el muerto, Jesús se la llevó a la tumba.
El 23 de octubre de 2014, el juez Olavarría inició el procesamiento formal contra Bernabé Vega y Héctor Morales, por el secuestro y homicidio de un NN. La acción incluía inicialmente a Padilla, ya muerto, y a Sergio Mercado, quien había sido declarado inimputable por demencia senil años antes, en una causa del magistrado Mario Carroza.
Bernabé Vega y Héctor Morales alcanzaron a estar ocho días presos cada uno, en diciembre de 2014, antes de quedar en libertad provisional luego de pagar una fianza de 400 mil pesos.
Morales fue activo en su defensa. Contrató al abogado Jorge Balmaceda, ducho representando a exuniformados. Trató de instalar dos ideas frente al juez. «Primero era discutible su participación, a lo más correspondía a encubridor. Y lo segundo es que no corresponde a un crimen de lesa humanidad, no había un ideario político detrás».
El último punto era el más controvertido, la naturaleza del crimen. La Corte de Arica lo resolvió en octubre de 2015: sí era un crimen de lesa humanidad, al afectar a un miembro de una minoría, sexual en este caso, en el contexto de la represión contra civiles. Con eso caía cualquier intento de hacer prescribir el crimen. No hay precedentes en la justicia chilena de una decisión así.
Bernabé Vega casi no se defendió legalmente: tomó el abogado que le correspondía por turno, al que ni siquiera conoció en persona. En su evaluación del SML parecía ya entregado.
«Fue una decisión dura que tuve que tomar, pero era algo personal, mío. Tenía a mi señora y a mis hijos; entre mi familia y esta persona, estaba mi familia primero. No podía ponerlos en riesgo. Lo hice y pasaron los años. Me vino a buscar la PDI de Arica. No lo llevamos detenido, me dijeron, lo llevamos porque usted sabe si estas cosas pasaron. Les dije: no vengo como blanca paloma, porque estuve en un destacamento de inteligencia, y si voy a pagar, tengo que pagar. No le voy a mentir: soy testigo de Jehová.
SML: ¿Sabe qué consecuencias podría tener eso?
Bernabé Vega: Sí, puedo pagar con cárcel.
SML: ¿Qué le parece eso?
Bernabé Vega: Me parece justo.
El 2 de abril de 2016 se dictó la sentencia. Se les procesó finalmente, tras una recalificación, solo por homicidio simple: cuatro años de presidio menor en su grado máximo, para cada uno. Operó a su favor tener irreprochable conducta previa y dar colaboración efectiva, en el caso de Bernabé Vega: literalmente sin su confesión, error o no, no hubiese habido juicio. Una tercera atenuante fue desoída por el juez: ambos habían mandado al tribunal los talonarios de depósitos de 10 y 20 mil pesos al Hogar de Cristo y la Teletón, un intento de configurar una reparación del mal causado, no habiendo familiares de la víctima a los cuales compensar. Según el juez, «el celo reparatorio que no se divisa de modo alguno, por lo exiguo del depósito frente al grave delito cometido».
La falta de arrepentimiento efectivo cruza los informes de ambos, elaborados por Gendarmería, para ver si calificaban para el beneficio de libertad vigilada. En el de Morales se lee: «No está de acuerdo con las muertes en dictadura. Son seres humanos, afirma. Dice haber estado con pesadillas y sentimiento de culpa, pese a no haber entregado nunca los antecedentes».
El de Bernabé Vega fue aún más complejo. En un punto de la entrevista dijo sobre el NN. «La familia de la víctima la rechazaba y repudiaba aquella condición sexual, además de ser un tipo totalmente desfachatado; sin embargo, reconozco no era razón para matarlo». La profesional a cargo del informe anotó: «Se vislumbra su falta de remordimiento y prejuicios relacionados a la preferencia sexual de la víctima, exhibiendo indiferencia hacia las consecuencias de sus acciones».
De todas formas, ambos calificaron para el beneficio: tienen que presentarse una vez al mes para firmar. Los ocho días en 2014 fueron los únicos que pasaron presos.
Los avisos en los diarios no funcionaron. «De acuerdo a lo ordenado verbalmente por su SS Iltma. esta oficial investigadora informa que hasta la fecha de evacuación del presente informe se ha estado monitoreando el fono y la dirección no habiéndose comunicado nadie relevante para estos». La nota la firma Rosa Otárola. La detective fue enviada a Santiago, con la investigación ya cerrada. Continúa en la Brigada de Derechos Humanos. «Siempre he pensado que si más gente viera la foto, algo podría pasar. Quizá la publicamos poco tiempo y no toda la gente compra el diario. Me gustaría que tuviera otra oportunidad. Es insólito haber solucionado el crimen y no saber quién es. No se siente cerrado el ciclo».
El detective Guzmán trabaja hoy en laBrigada de Homicidios de Antofagasta. El grueso de su trabajo son asesinatos entre migrantes. «Se hizo todo. No teníamos nada y logramos reconstruir la historia. Pero uno le da muchas vueltas, es inevitable: ¿habrán sido novios los dos, por eso estaban juntos en el polvorín?, ¿eran amantes? ¿Se habrían conocido esa noche? ¿O era una historia de amor?».
El cuerpo sigue en un pabellón del SML en Santiago, esperando que el juez dé la orden para enterrarlo en el Cementerio General. En diciembre de 2016 se agotaron todas las instancias judiciales, incluida una apelación de Morales, que fue desatendida por la corte. La casa del CIRE es hoy una bomba de bencina. El polvorín a los pies del Morro ya no es un sitio alejado, escenario de romances ilícitos: hay una población cruzando la calle. Y el caso, con las pistas que sirvieron, con las que no llevaron a ninguna parte, con la foto de la proyección que imagina cómo sería la cara de un cráneo que pasó 35 años bajo tierra, está archivado a la espera de que alguien, de casualidad o no, junte las partes: Arica, el obrero, el diente numerario y diga: yo lo conocí, yo sé quién es. En la tapa del expediente, apilado entre torres de papeles, dice simplemente: «Episodio homosexual».