3 episodios de un cyber manga queer trans
¿Cómo escribir la historia reciente del feminismo queer y trans? ¿En qué narración se inscriben los discursos y las prácticas políticas de las minorías sexuales (y entiendo aquí minoría no como un concepto estadístico, sino en el sentido deleuziano del término como un “índice revolucionario”?
Por Beatriz Preciado
La actual fragmentación del saber feminista, queer y trans, la carencia de archivos, la precariedad de la traducción, así como la falta de recursos institucionales y de documentación dedicados a la producción g/local minoritaria, sitúan la tarea de leer o escribir nuestra historia reciente más cerca del cybermanga policiaco que de la investigación historiográfica clásica. Los elementos desaparecidos son más numerosos que los elementos archivados. Incluso ahí donde hay archivo, el criterio de selección y la saturación hermenéutica de las lecturas canónicas parecen imposibilitar una genealogía política que dé cuenta, como Foucault pedía, no tanto de los orígenes como de los momentos de emergencia, de los puntos de fuga, de las inflexiones roducidas por la crítica en el discurso dominante2. Si como Godard había previsto, la historia
contemporánea es como un enorme “dibujo animado” hecho de interferencias entre el lenguaje y la imagen, habría que decir que la historia minoritaria está, como los dibujos de Azucena Vieites, hecha de silencios, de contornos que no constituyen figura y de trazos que se superponen sin crear paisaje. Se trata de un tipo de política-ficción en la que no se pueden seguir las huellas sin inventarlas.
Una historia cybermanga del feminismo queer trans debería contener una enerología, una crítica de la biopolítica del género, una cartografía de las estrategias de resistencia a la generización del cuerpo, pero también un mapa de plataformas futuras de producción de subjetividades transgenderizadas. Aquí sólo podremos esbozar algunas viñetas. Dibujar una y otra vez algunas líneas mientras otros trazos son irremediablemente borrados. Este sería un capítulo RTLK 00110904 en un serie abierta. Habría primero que evaluar la sacudida teórica y política que ha representado en los años 90 la definición del género en términos de performance llevada a cabo por un conjunto de teóricas feministas, posfeministas y queer, como Judith Butler o Eve K. Sedgwick. Sería necesario establecer una genealogía de la noción misma de performance que nos permita explicar la ruptura que este concepto opera en los discursos, las prácticas políticas y las instituciones artísticas. Algunos elementos inexplicados del dossier “género y performance”: ¿cómo la noción de “performance”, ligada en un principio al dominio de la representación teatral, de las vanguardias artísticas de principios del siglo XX y del “body-art”, ha podido ser utilizada con tal éxito hermenéutico para desnaturalizar la diferencia sexual y poner fin tanto a los debates entre esencialismo y constructivismo, como a los de la igualdad y la diferencia, que habían ocupado la escena del feminismo durante los años 80? ¿Cuáles son los espacios de enunciabilidad a los que pertenece esta noción? ¿Cómo dar cuenta de este giro performativo en las ciencias sociales? Con independencia de sus orígenes semánticos (siempre impuros), ¿cuáles son sus campos de efectuación? ¿Ha modificado esta interpretación en términos de género la dimensión artística de la noción de performance? ¿Podría este éxito hermenéutico ser responsable de otros procesos de invisibilización? ¿Por qué los activistas transgénero han criticado unánimemente esta inflación performativa?
La noción de performance, tal como ha sido utilizada por los textos feministas y queer de principios de los años 90, depende de una inscripción poética y política múltiple. En primer lugar, esta noción emerge en el campo semántico del discurso psicoanalítico en el que Joan Rivière define por primera vez la feminidad como mascarada. Por otro lado, desde un punto de vista de la teoría del poder y la subjetivación, la noción de performance traduce en inglés un conjunto de reflexiones acerca de la inscripción de repeticiones ritualizadas de la ley que diversos autores, desde Foucault (disciplina) hasta Bourdieu (habitus), llevarán a cabo para explicar los procesos de socialización y de interiorización de normas. En otro orden de cosas, el llamado movimiento de Arte Feminista en Estados Unidos durante los 70 va a adoptar la performance como estructura fundamental de la acción política y estética. En los 90, en la versión butleriana, sin duda la más influyente, la performances drag queen, y más en concreto la teatralización
hiperbólica de la feminidad en la cultura gay, parecen estar en la base de esta definición en términos performativos de la identidad de género. Paralelamente, y desbordando la falsa ecuación que había igualado género y feminidad en buena parte de los discursos feministas durante los 70 y 80, cobra visibilidad una cultura drag king de la performance de la masculinidad. Finalmente, es aquí, en el ámbito del activismo político y de la producción estética del feminismo y de la cultura drag king, que esta noción performativa encuentra su sentido último. Me limitaré aquí a dibujar a grandes trazos tres de estos episodios.
Episodio 01- Rivière: Confesiones de una máscara
El primer episodio de este cybermanga feminista queer trans se sitúa en la Inglaterra de los años 20 del pasado siglo. En la viñetas vemos a la joven Joan Rivière vestida con un traje de pantalón pronunciando una conferencia frente a la escuela psicoanalítica de Londres en 1929. Rivière, que está bajo la tutela de Ernst Jones, se dirige a una asamblea compuesta casi íntegramente por hombres. Su conferencia titulada “Womanliness as mascarade” será la primera instancia de definición del género como performance, como representación, y como superficie en la que se proyectan los signos. Rivière dice seguir la clasificación de la sexualidad femenina establecida por Ernst Jones, que distinguía a las mujeres heterosexuales de las homosexuales. Pero va a interesarse particularmente por las mujeres que Jones había nominado “intermedias” . Dice ser fiel a Jones, pero comienza precisamente allí donde la taxonomía de la sexualidad femenina trazada por él falla. Si la taxonomía tiende a anudar una multiplicidad sexual en un sistema en el que todos los elementos articulan la unidad de una configuración ideal, ya sea normal o patológica, las formas intermediarias constituyen una suerte de heterogeneidad o de anomalía que se sitúa más allá de lo normal y lo patológico, actuando como verdaderas formas normales de lo patológico o, más aún, como formas patológicas de la norma. De todas las mujeres intermediarias descritas por Jones, una retiene de forma especial su atención crítica: aquella en la que, dice Rivière, “la formación normal de la heterosexualidad” se ve redoblada por “una inversión patológica de la masculinidad”: se trata de la mujer heterosexual masculina, a la que bien podríamos llamar hetero-butch.
Será necesario notar el instante en el que por un simple desplazamiento retórico, la restitución narrativa de un caso como cualquier otro, o el estudio de una mujer intermediaria ejemplar, gira discretamente sobre sí mismo para convertirse en un momento de análisis autobiográfico. Rivière habla de sí misma como si fuera otra, por mujer interpuesta, a veces se trata, dice, de una paciente, otras de una mujer intelectual que dice haber conocido. De este modo, el análisis de la forma intermedia de la feminidad se llevará a cabo a través de un cierto número de narraciones de casos que van a operar como auténticas “mujeres intermedias” entre Rivière, la mujer heterosexual, y Rivière, la psicoanalista masculina. “Se trataba”, dice Rivière describiendo a la mujer intermedia, “de una mujer de nacionalidad americana, profesionalmente entregada a una carrera militante, que la obligaba a escribir y a hablar… el trabajo intelectual que consistía en hablar y escribir estaba fundado en una evidente identificación con el padre, que al comienzo de su vida había sido escritor y que después había elegido una carrerapolítica.” Descubrimos con sorpresa los rasgos masculinos que amenazan el equilibrio libidinal de la “mujer intermedia”: la utilización del habla y de la escritura en el espacio público, y la dedicación a la vida política. Lo que le interesa a Rivière es una triple disociación entre el sexo anatómico, las prácticas sexuales y las prácticas culturales de la feminidad. La mujer intermedia de Rivière, que tanto preocupa al psicoanálisis, no es otra que la nueva mujer del siglo XX, la mujer de las nuevas sociedades industriales de Occidente. Se sitúa en un intersticio entre el espacio interior y el espacio exterior, en el límite mismo entre dos espacios políticos: el espacio doméstico tradicionalmente reservado a las mujeres y el espacio público en el que los hombres hacen uso de la palabra y de la representación. Si es intermedia es precisamente porque transgrede la división sexual del espacio.
A través del retrato de un conjunto de mujeres intermediarias entre las que se encuentra ella misma, Rivière va a concluir que la feminidad, declinada performativamente en su forma verbal como “hacer la mujer”, es una defensa para enmascarar la masculinidad. Nietzsche había sido el primero en denunciar el carácter artificial de la feminidad, en definir la feminidad como artificio, como simulacro, como forma sin fondo. Pero será al describir la cualidad precisa de esta máscara, la efectividad política de este artificio, que Rivière emprenda un camino extraño a Nietzsche. Partiendo de la mujer intermedia como excepción meta-ética, tomando como lugar propio este espacio de indecidibilidad entre lo normal y lo patológico, Rivière va a ofrecer, por primera vez, una interpretación política y cultural de la formación de la feminidad que se aleja de la nosología clásica psicoanalítica. La ansiedad que provoca la transgresión del espacio político masculino genera en la mujer intermedia la necesidad compulsiva, dice Rivière, de teatralizar hiperbólicamente la feminidad heterosexual, funcionando esta teatralización, este “hacer la mujer”, como una máscara que permite reducir la ansiedad que genera el temor de ser castigada por haber usurpado un espacio de poder y de acción pública que pertenece históricamente a los hombres: “La feminidad puede ser asumida y llevada como una máscara, al mismo tiempo para disimular la existencia de la masculinidad y para evitar las represalias” por parte de los hombres. Llevar la máscara de la feminidad es según Rivière “hacer como si estuviera castrada”. Esta noción de feminidad como “máscara”, «teatralización”, “disfraz” o “juego de roles” vendrá a modificar el suelo ontológico del psicoanálisis. Rivière acaba de dinamitar la ontología psicoanalítica cuando a la pregunta por la distinción entre la verdadera feminidad y la feminidad como mascarada responde: “No existe tal diferencia. La feminidad, fundamental o superficial, es siempre la misma cosa.” Esta respuesta nominalista de Rivière deja entrever las lecturas que de este texto, renegado por la tradición psicoanalítica, harán feministas como Judith Butler o Teresa de
Lauretis en los 90. El género será descrito entonces como una máscara tras la que sólo se oculta otra máscara, una imitación detrás de la que se esconde otra imitación. El original aparece así como una naturalización retrospectiva de la máscara. Una naturalización que no es sino el efecto de un proceso político de normalización. La matriz sexo-género reposa sobre un número indefinido de máscaras que giran sin otra fijación que la producida por la ansiedad y el temor político. Máscaras que se apoyan unas sobre otras en articulación oposicional. El fin de la metafísica del género se anuncia no como un proceso de desvelamiento sino más bien como un espaciamiento entre máscara y máscara. Mary Ann Doane en una lectura cruzada de Rivière y de las estética de la recepción cinematográfica de Noël Burch10, describe la feminidad como una imagen, como el producto de un sistema de representación complejo al que Doane dará en llamar“ género”. Doane lee la tesis de la feminidad como máscara de Rivière como una teoría de la producción y de la recepción de signos visibles, es decir, como una teoría cinematográfica. Desde este punto de vista, el género es un aparato iconográfico que permite producir y reproducir ciertas representaciones de la masculinidad y la feminidad. La relación de poder entre los hombres y las mujeres, pero también entre la heterosexualidad y la homosexualidad puede ser repensada en términos de producción de visibilidad. Prácticamente al mismo tiempo, Teresa de Lauretis va a acentuar no tanto las representaciones (las máscaras), sino más bien eso que podríamos llamar las tecnologías de inscripción hablando así del cine como una tecnología del género.
Episodio 02: Woman House Project
Pero habrá que esperar hasta finales de los años 60 para que los primeros grupos feministas de guerrilla urbana se reapropien de la “máscara” de la feminidad como un útil de crítica y de contestación política. Si la performance tal y como es descrita por Rivière es un mecanismo de defensa, para finales de siglo habrá adquirido un carácter reflexivo volviéndose así un verdadero instrumento de contestación social y de transformación del espacio público. Quizás sea esta conciencia performativa de la feminidad la que permita explicar la relación constitutiva entre activismo feminista y performance, si hemos de confiar en Eleanor Antin cuando afirma: “Prácticamente fueron las mujeres del sur de California las que inventaron la performance”.
Lo que podemos definir como performance feminista tiene sus raíces en el teatro de guerrilla y en las revueltas universitarias y callejeras de los movimientos feministas norteamericanos de los años 60 y 7012. Esta tradición performativa no está por tanto en filiación con la tradición de vanguardias europeas de principios del siglo 20, sino más bien con la tradición política abierta por las luchas de minorías en Estados Unidos a partir del movimiento Civil Rights. Las políticas performativas feministas de finales de los 60, a diferencia de la imagen clásica del feminismo americano, se caracterizan por ser radicalmente políticas “incorrectas”, por hacer una utilización extrema de los recursos identitarios del margen. Una de las primera cristalizaciones mediáticas del activismo feminista en Estados Unidos se llevará a cabo en la parodia del concurso de Miss América en Atlantic City en 1968, en la que una pequeña multitud acabará quemando los sujetadores y los tacones (prótesis de regulación del cuerpo femenino) en una Freedom Trash Can, un cubo de basura de la libertad. La acción, grabada no sólo por algunas cámaras de participantes, sino también por la televisión americana, será retransmitida internacionalmente. Es así como la quema de sujetadores tomará el carácter de rito iniciático de formación de un conjunto de movimientos feministas en Europa y en América Latina. El mismo año, el grupo feminista de guerrilla WITCH (Women’s
International Terrorist Conspiracy from Hell) organizará un “comité de brujas, hadas y guerreras” para echar el mal de ojo a los todopoderosos caballeros de la zona de Wall Street. Las Guerrilla Girls serán años más tarde las herederas directas de esta tradición performativa.
Pero la contestación feminista a través de la performance se organizará también omo una crítica de los espacios de producción y transmisión de los saberes y de las prácticas artísticas, especialmente en las Facultades de Bellas Artes de la costa oeste de Estados Unidos. En 1969, Judy Chicago demanda a Fresno State College (hoy California State University, Fresno) la creación de un programa de estudio de arte feminista, como reacción frente a la exclusión institucional de las mujeres en el circuito de producción y exhibición de arte. Curiosamente, el primer curso de feminismo organizado por Chicago tendrá lugar en la cocina de su propia casa, por lo que recibirá el nombre de Kitchen consciousness group. En este trabajo colectivo, la performance aparece como un momento en un proceso más largo que Kathie Sarachild había denominado “toma de conciencia”, llevando Hegel hasta terrenos domésticos insospechados. Se trata de un método de distribución horizontal y homogénea de la palabra en el que a través del habla, de la escucha y de acción performativa, se construye una narración autobiográfica colectiva y política. En este proceso, la performance aparece como teatralización de las narraciones, y más en particular de los roles de género, de clase y de raza que aparecen en ellas. El resultado de este proceso de agenciamiento performativo no es otro que la producción/invención del sujeto político del feminismo. El primer proyecto producido por el Programa Feminista, Cunt Art (arte del coño), tratará de reapropiarse de la nominación abyecta de la sexualidad femenina para hacer de ella el lugar de una reivindicación política y estética. Esta estrategia de resignificación lingüística, que más tarde Judith Butler denominará “inversión performativa de la injuria”, aparece como uno de los ejes de continuidad entre el feminismo radical y las políticas queer. En 1971, Judy Chicago y Miriam Shapiro inician un Programa de Arte Feminista en CalArts, California Institute of the Arts. CalArts va a conceder al programa una instalación fuera del campus universitario, en una casa en el distrito urbano de Los Angeles, en Mariposa Street. Definitivamente el programa, pasando de la cocina de Chicago a un nuevo entorno doméstico, parecía poner en cuestión no sólo la arquitectura del saber sino la propia arquitectura institucional. Durante seis semanas un grupo de dieciséis mujeres viven y trabajan en el espacio cerrado de la Woman House Project, transformando integralmente cada una de las diecisiete habitaciones de la casa. Prevalece la crítica del espacio doméstico como una extensión del cuerpo femenino, y de las instituciones matrimoniales y sexuales como regímenes de encerramiento y disciplina. Así por ejemplo, la cocina pintada enteramente de rosa y tapizada de huevos fritos que se convierten progresivamente en senos dará lugar a la pieza From eggs to breast (realizada por Vicki Hodgetts), en la que se pone de manifiesto la relación entre el seno y la cocina como cuerpo-espacio nutricio. Son numerosas las performances que surgirán del trabajo colectivo de toma de conciencia. Me referiré simplemente a algunas de ellas. En Scrubbing, Chris Rush limpia el suelo del salón en tiempo real… Aquí la performance aparece como un proceso de repetición regulado a través del que se produce y se normaliza el género. Se trata, como hará más tarde en solitario Martha Rosler en su mítica Semiotics of the Kitchen, de poner en evidencia las técnicas de regulación del cuerpo doméstico: la temporalización y la espacialización del gesto a través de la adecuación del cuerpo al instrumento doméstico. Sandy Orgel, mostrará bien en su pieza Linen Closet, hibridación de un cuerpo femenino y de un armario de sábanas planchadas, que el producto de la repetición de la acción doméstica (lavar, planchar, etc.) no es otro que la feminidad misma. El cuerpo femenino aparece así como el efecto de la repetición ritualizada de normas de género que la performance, como instancia pública y visible, vendrá a revelar de manera consciente. Sin duda una de las más memorables será la performance Cock and Cunt Play en la que los cuerpos de Faith Wilding y Janice Lester han tomado, como por metonimia, la forma de genitales masculinos y femeninos respectivamente. Lo interesante de esta pieza es la crítica, no ya del género, sino del sexo y de la sexualidad en términos de performance, anunciando el trabajo deconstructivo que más tarde llevará a cabo la artista y actriz porno Annie Sprinkle. Las prácticas artísticas y políticas performativas no encuentran su lugar propio en el cuerpo individual, sino que son siempre una transformación de los límites entre el espacio privado y el espacio público. La performance es siempre y en todo caso creación de un espacio político. En la Woman House Project, por ejemplo, se tratará de una publicitación14 del espacio doméstico constituyendo así no sólo una crítica de la relación entre cuerpo, sexualidad y domesticidad, sino, y sobre todo, una crítica de las instituciones museísticas. El problema será cómo reconstruir esta historia performativa del feminismo desde la historiografía clásica que privilegia al artista individual y a la obra, pasando por alto la producción colectiva y la transformación del espacio político.
Episodio 03. Deconstructing Manolo: culturas drag
El movimiento de arte feminista americano de los años 70 es contemporáneo de la emergencia de la escena drag queen, una cultura de la performance de la feminidad gay en torno a la que se construirá lo que se ha dado en llamar, siguiendo la fórmula de Susan Sontag, estética camp15. De hecho, la conceptualización performativa del género, llevada a cabo por Butler a finales de los años 80, depende en gran medida de la figura de la drag queen como ejemplo paradigmático de la producción de la feminidad a través de la “repetición ritualizada de performances de género”. Una vez más, la noción de mascarada de Rivière, de corte prematuramente posmoderno, fue muy influyente en estos análisis de la teatralización de la feminidad. Sin embargo, esta inflación deconstructiva que parecía poner en peligro el sujeto mismo del feminismo político, no se aplicó con la misma intensidad a la crítica de la masculinidad. Mientras que filósofos y psicoanalistas, desde Lacan hasta Baudrillard pasando por Kristeva, parecían ponerse de acuerdo acerca del carácter de simulacro de la feminidad, habrá que esperar a la emergencia de la cultura drag king a mediados de los años 8017 para que la masculinidad misma sea interpretada como una parodia, ciertamente de gran efectividad política en términos de producción de poder, pero al fin y al cabo, tan parodia como la más kitsch de las performances drag queen.
Del (Dela) Grace Volcano y Diane Torr se han disputado la paternidad del movimiento King. Pero absurdo sería buscarle un padre a una práctica de por sí bastarda de imitación y de parodia de la masculinidad. Una práctica que, lejos de referirse a un único creador o a un único centro, emerge en una pluralidad de puntos geográficos y se mueve, como impulsada por un vértigo rizomático, de los locales de ambiente a las asociaciones y los espacios políticos, para acabar sólo mucho más tarde contaminando las salas de exposiciones.
En 1985 el club lesbiano Bur/LEZK en San Francisco contrata a Shelly Mars para hacer un strip-tease femenino para mujeres. Tras las primeras representaciones, Shelly Mars descubre que el público del Bur/LEZK no sólo no se siente atraído por el desnudo de un strip-tease clásico como el que domina los escenarios de los clubes heterosexuales, sino que, más bien al contrario, se muestran crítico a la puesta en escena de una forma de feminidad que responde a la mirada masculina. Precisamente en reacción a ésta, Shelly Mars decide invertir la lógica de la pornografía tradicional para poner en escena el striptease de Martin, un drag masculino. Martin es un cliente borracho y torpe, que vestido de traje de chaqueta y corbata, baila al ritmo de una música de strip-tease, para acabar ofreciendo un plátano que saca de su bragueta al eufórico público bollero que lo devora mientras ríe a carcajadas. Este primer personaje King será inmortalizado por la directora de cine alemana Monika Treut en la película Virgin Machine. Shelly Mars parodia en Martin al cliente de los clubes porno y declina una forma de masculinidad lesbiana, generando una estética de la seducción King que interpela al mismo tiempo varias identidades, ninguna de las cuales tiene como referente aquello que creemos ver.
Durante esta época, Del La Grace, comienza a fotografiar la cultura butch-fem y lesbiana S&M del club londinense Chain Reaction y produce Love Bites. En 1989 Diane Torr, artista y performer, pone en marcha los primeros Talleres de Drag King (Drag King Workshop: King-For-A-Day) en Nueva York. El trabajo de Diane Torr, centrado en la toma de conciencia del carácter performativo del género y en el re-aprendizaje corporal de la masculinidad, aparece como un verdadero espacio de transición entre la cultura de la performance feminista americana de los años 70 y la cultura Drag King específicamente queer de los 90. Si en Cunt and Cock Play Judy Chicago caricaturiza la relación sexual entre los géneros a través de una metonimia simbólico-prostética que hace de dos mujeres dos genitales respectivamente masculinos y femeninos, Diane Torr abandona el juego simbólico para atacar directamente a los efectos que el género produce en la utilización pública y privada del cuerpo. Lo que le interesa a Diane Torr es, según su propia expresión, “la posibilidad de crear, a través del aprendizaje teatral de la masculinidad, un nuevo territorio para la experiencia del cuerpo» que nos ha sido vetado en función de una distribución política del género. Así, cada gesto, desde la marcha hasta la forma de sentarse, pasando por la manera de comer, será analizado en el taller en términos de género. Por ejemplo, Torr muestra que mientras un «verdadero» hombre se sienta con las piernas abiertas ocupando un máximo de espacio, una «verdadera» mujer cruza púdicamente las piernas hasta volverse cuasi-plegable. La masculinidad es, según este análisis performativo del cuerpo, un principio de extensión, mientras que la feminidad aparece como una obligación de pliegue, y en el límite, afirma Diane Torr, una forma de «discapacidad y de invisililidad»19. Para Diane Torr, la personificación teatral King de la masculinidad genera una re-definición de los límites entre lo privado y lo público, transformando el espacio de acción política y sexual del cuerpo.
El primer concurso de Drag Kings se celebra en Londres durante el Festival Internacional de Cine Gay y Lesbiano en 1995. Allí se encuentran Del La Grace Volcano y Judith Halberstam, y se inicia el proyecto de representación de la cultura Drag King de Londres, New York y San Francisco que dará lugar a la publicación de The Drag King Book en 1999. El King maestro de ceremonias en Londres es Jewels, que pone en escena una forma de masculinidad sórdida y casposa de viejo macho inglés (geezer). Jewels, bebedor, rey de los pedos y sin duda impotente, pero seguro de su imán masculino para atraer a todas las «gatitas» del barrio, parece salido de una escena de la revista Hustler. En realidad Jewels se parece a la representación de la lesbiana mari-macho en la cultura popular: “no tienen lo que hay que tener”, pero inexplicablemente resulta irresistible. El Club Drag King de Londres Naïve, después llamado Knave, es durante este período al Camp King lo que Pink Flamingos a la escena Queen. El territorio que delimita el club Knave es Camp porque autoriza la inversión de todos lo valores (de género, de clase, de raza) de la cultura inglesa. Los Kings del Knave transforman el mal gusto en estilo, la homofobia del obrero inglés en juego homoerótico.
La importancia del proyecto común de Halberstam y Del La Grace reside en que tanto la representación como el discurso en torno la cultura lesbiana, butch-fem y King no provienen de lo que podríamos llamar, con la expresión de Monique Wittig, la antropología o la sociología straight20, sino que son el resultado de un proceso de autorepresentación y autonominación. Como señala Halberstam «a veces, Del hace posar a sus Kings y asume la mirada de un etnógrafo o un voyeur, pero en la imagen siguiente se mete dentro del marco de la representación y se hace el rey de los Kings con su propia masculinidad descarada.» Esta apropiación de los recursos de la producción discursiva y de las tecnologías de representación del género es propia de la crítica queer a las disciplinas tradicionales en las que las figuras del gay, la lesbiana o el trans juegan el rol de un «afuera constitutivo» en relación al que la normalidad heterosexual se establece. Varios grupos de cabaret lesbiano de los noventa como Split Britches o The Five Lesbian Brothers habían trabajado ya en la teatralización de la masculinidad, la diferencia tanto en el caso de Diane Torr como en el de las actuaciones Drag Kings que tendrán lugar en clubes como HerShe Bar, Casanova o Meow Mix, es que este trabajo se centra explícitamente en la producción performativa y teatral de la masculinidad queer que pone en cuestión el carácter natural del «macho.» Así se inventan las versiones bollo-camp de Elvis Presley, Marlon Brandon, del dandy inglés (Hans Schreil), del mafioso con puro habano y del chulo conquistador. Luego los talleres y las prácticas King se extienden: en Nueva York la práctica iniciada por Diane Torr se populariza durante los noventa: Annie Sprinkle, activista-porno, organiza talleres junto con Jack Amstrong; en Alemania aparecen figuras como Bridge y Antonia, y mucho más tarde en Francia y España, Victor Little King y Bob Gode ponen en marcha los primeros talleres y performances Kings. Las prácticas camp, tanto Queen como King, crean un espacio de visibilidad propio a la cultura marica, bollera y trans, a través del reciclaje y la declinación paródica de modelos de la feminidad y la masculinidad de la cultura popular dominante. No sólo hombre y mujer, masculino y femenino, sino también homosexual y heterosexual aparecen hoy como binarismos u oposiciones insuficientes para caracterizar la producción contemporánea de cuerpos queer. Más allá de la resignificación o de la resistencia a la normalización, las políticas performativas van a convertirse en un campo de experimentación, en el lugar de producción de nuevas subjetividades y por lo tanto, en una verdadera alternativa a las formas tradicionales de hacer política.