Por Alejandro Godoy* / Publicado en www.letras.mysite.com
Un reciente estudio sobre Redes de Apoyo Social y Salud Psicológica en identidades no normativas durante la pandemia COVID-19 en Chile, a cargo del Movimiento por la Diversidad Sexual (MUMS), la Universidad Católica del Norte, y la Universidad Alberto Hurtado, y en donde participaron Jaime Barrientos, Francisco Ulloa, Mónica Guzmán, y Alfonso Urzúa, ha evaluado el estado de salud psicológica de personas LGBT+ de nuestro país. De los datos conseguidos, se observa que la ideación suicida o la existencia de patologías mentales, poseen una brecha significativa en la población de menos ingresos en comparación con la de mayor ingreso. Este antecedente hace recalcar la perspectiva interseccional, donde, además de la discriminación por orientación sexual e identidad de género, se suma la segregación por condición socioeconómica. El panorama se complejiza tomando en cuenta que muchos profesionales de la salud mental no cuentan con herramientas para abordar temáticas LGBT+, ciertas ONG de diversidad cobran un arancel superior al de FONASA por un servicio psicológico, la ausencia de una Ley integral de salud mental que atienda las especificaciones de identidades diversas, el rol que tendrá la derecha y los sectores conservadores para la redacción definitiva de dicha ley, etc. En este último punto resultaría conveniente elaborar reflexiones en torno a las identidades sexuales no hegemónicas.
Por una parte, la derecha se atribuye la facultad de extender su progreso económico a todos los sectores que no han podido desarrollarse, a través de los valores de la meritocracia y el esfuerzo, la oferta de empleos, etc., al mismo tiempo que sistemáticamente los segrega, impidiendo acceso a educación, salud, pensiones dignas, matrimonio igualitario o derechos filiativos. Frente a ello, la población debe aceptar las instituciones “democráticas” que guían moralmente (la Iglesia) o económicamente (los bancos, los economistas “expertos” en los matinales), reduciéndose la función del Estado a un mero órgano que garantice “el respeto a las leyes”, en las cuales “todos somos iguales”. Esta dinámica hace que el uso masivo de la represión policial (y militar) no se exprese sino en casos excepcionales, como un estallido social. Por otra parte, que los logros más visibles de las protestas sindicales y estudiantiles se basen en cobrar más impuestos a los empresarios para financiar sistemas asistencialistas no habla sino de una incapacidad para repensar la propiedad pública o las formas de producción. Incluso hay cierto sesgo narcisista en el debate actual, donde el problema es la alineación (el “facho pobre” ignorante, la “cola arribista”) y no la organización (incapacidad de los movimientos de diversidad y disidencia para contrarrestar dicho efecto). Pensar una psicología más lejana de los procesos adaptativos, y más cercana a las demandas sociales, implicaría dejar el sesgo a nivel de un gremio para pensar en una reparación colectiva, donde la “dirección de la cura” también sería tema de incumbencia de trabajadores sociales, sexuales, historiadores, obreros, cientistas políticos, dueñas de hogar, secundarios, etc. Algunos lacanianos, que son como pastores Soto, se oponen fervientemente a esto.
La psicología, al ser una práctica, no está a salvo de ser utilizada en favor de una ideología (la teoría del Edipo como justificación para que un niño “tenga papá y mamá”, en un “correcto desarrollo”). Siguiendo esta línea, el psicoanálisis corre el riesgo de transformarse en una práctica que dirija a los sujetos hacia un estado de normalidad del sufrimiento, a una neurosis domesticada. Un error, por ejemplo, sería llevar a una “pedagogía del deseo” el fin de un análisis: cuando el paciente ha comprendido el enigma de la castración, está listo para salir del diván y hacer un uso “correcto” de su sexualidad, reconciliado con las expresiones “patológicas” de esta, donde las tensiones inconscientes habrían disminuido para tener un uso funcional a las normas de la sociedad. En este sentido, los psicoanalistas han adoptado históricamente la neutralidad analítica como neutralidad social. A pesar de ciertos intentos, poco se ha dicho “desde” el psicoanálisis en Chile sobre la violencia que implica el dualismo sexual, o cuestionado la categoría del homosexual como “perverso”, del transexual como “psicótico”. Inclusive el asociar comportamientos o rasgos de personalidad a identidades presenta una problemática, al aseverar que “casi la totalidad de las identidades sexuales no hegemónicas tienden a ser paranoicas o presentar patologías de base, un largo historial de conductas suicidas o depresión”, sin analizar el contexto político en que se enmarcan (asesinatos a lesbianas, transexuales, agresiones en espacios públicos, humillaciones, sometimiento a “terapias de reconversión” en la infancia, exclusión, etc.). A la ausencia de un psiquismo higiénico, libre de conflicto, la “buena política”, la creencia en ella como tierra prometida de bienestar y verdad, basada en el consenso, en la correcta administración y autocorrección de las desigualdades y abusos de poder, debiese ser intervenida por este gesto deceptivo, “sin consenso”, del psicoanálisis: adquirir dentro del sufrimiento su carácter creativo, insurrecto, de su principio, contrario al sufrimiento improductivo del sistema.
El estudio sobre Redes de Apoyo Social y Salud Psicológica en identidades no normativas durante la pandemia COVID-19 en Chile, nos propone un debate sumamente fuerte respecto a la posición política en la cual se debe abordar la salud mental en Chile, especialmente en la población LGBT+ y las demandas de emancipación sexual, social, etc. porque, homenajeando a Pedro Lemebel: ser pobre y maricón es peor.
*Alejandro Godoy. Escritor. Doctorante en Arte por la Universidad de Strasburgo. Máster en Psicoanálisis, Universidad de Paris 8.